Me ha impactado el reciente suicidio del actor Robin Williams. Depresivo, enfermo de párkinson, enganchado a las drogas, viviendo en un mundo irreal como muchos actores de Hollywood, encadenando fracasos en su carrera… Puedo ver la triste escena de su muerte: colgado de un cinturón encerrado dentro de su cuarto. Solo. Al parecer tenía varios cortes en las muñecas, le faltaría valor para cortárselas. Era un gran actor, cargante a veces, pero un gran actor. El hombre de las mil caras, uno de esos tíos camaleónicos y capaces de pasar de un extremo a otro en un suspiro. Tan pronto interpretaba a un histriónico locutor en Vietnam como a un entrañable psicólogo o a un perturbado mental. Pero siempre lograba transmitir. Tenía esa extraña capacidad de dejar algo de él en cada personaje. No es un tópico decir en esta ocasión que se trataba de un hombre de una gran sensibilidad. Y es que su mirada transmitía eso que no se puede comprar ni vender. Robin Williams, el artista permanentemete a la búsqueda, el hombre atormentado, frente a su propio reflejo. Quedémonos con ese profesor de literatura de la inolvidable El club de los poetas muertos, película en la que el suicidio cobra una dimensión salvadora. ¿Buscaba este último golpe de efecto? Ojalá fuese así.
Pero todavía me ha impactado más la hija idiota de Robin Williams. El mismo día de la muerte de su padre, esta chica reunía no sé si el coraje o la estupidez suficiente… o ambas cosas… o ninguna… para tuitear una cita de El Principito -ese libro de mierda- en memoria de su padre, con el cadáver aún caliente. No contenta con eso, al poco anunciaba que abandonaba las redes sociales ante las críticas hacia su actitud, el más que censurable pitorreo con el que muchos internautas se tomaron la muerte de su padre y demás vilezas que las personas amparadas en el anonimato llevan a cabo cada día. Ahora, esta chica acaba de anunciar que regresa a las redes sociales. Menuda idiotización de la trascendencia, la muerte y los sentimientos. Menuda idiota.