Me encanta la fiesta del Carnaval. Cuando llevas todo el invierno soportando la lluvia y el frío, saliendo muy poco y pasando tardes y noches de sofá viendo películas y series… es como un momento de liberación, donde te disfrazas y disfrutas plenamente de una buena fiesta en compañía de los amigos. Es divertido ver los disfraces de la gente y pensar en tu propio disfraz. Pides ropa a tus amigos y amigas, vas al chino a comprar complementos y te maquillas de forma que tu apariencia sea lo más impactante posible para la gente. Los niños también disfrutan mucho de esta fiesta.
Cuando era pequeño mi hermana y yo nos disfrazábamos siempre y nos lo pasábamos muy bien. Cambiar la apariencia que tienes todos los días por otra completamente distinta e intentar que la gente no te reconozca es divertido. Aunque hubo una época en mi vida en la que mis amigos y yo nos divertíamos de una manera poco convencional. Nos poníamos un buzo y una careta y, al no poder reconocernos, actuábamos con total impunidad.
Una tarde de Carnaval en la que había estado haciendo recados pasaba por el centro en dirección a mi casa cuando me encontré con una pandilla de chavales disfrazados. Llevaban el típico disfraz que estaba de moda entre los chicos adolescentes en esa época: buzo de albañil y careta de goma cubriéndoles toda la cabeza. Era peligroso encontrarse con un grupo como este pero en este caso no hubo problema. Eran todos de mi barrio. Me saludaron y se me acercaron preguntándome que a donde iba y animándome a que fuera con ellos a dar una vuelta. Yo les dije que no tenía disfraz y que no quería ir con ellos a cara descubierta. Uno de ellos me dijo que no me preocupara.
Diez minutos después nos encontramos con otro grupito que llevaba la misma pinta que nosotros. Había entre ellos un chaval gitano que tenía la misma altura que yo. Un amigo mío le dijo: «Déjame ver tu careta». Se la cogió y me la dio. Luego le dijo «ahora quítate el buzo» y lo intimidó. El chaval protestó pero no lo suficiente. En estos casos la única salida que te queda es: o le echas huevos y te partes la cara para que no te roben el buzo o lo entregas para que no te partan la cara. El chico nos dio el buzo a regañadientes y me lo puse delante de él mientras le escuchaba decir que su padre lo iba a matar. Ya estaba disfrazado y preparado para lo que iba a venir.
Caminábamos por la calle sin dirección llamando la atención de todo el mundo. Éramos un grupo de entre diez y quince personas de entre 13 y 17 años, todos de Monte Alto y todos bastante salvajes. A los peatones que nos cruzábamos les chiringábamos la cara con agua. A nadie le hacía gracia salvo a nosotros. Todos ponían mala cara, algunos se cagaban en nuestros muertos y nos amenazaban… pero muy pocos intentaban hacer algo. El primero que lo intentó fue un chico de veintitantos años. Cuando le mojamos la cara se enfadó e intentó quitarle el chiringador a mi amigo. Recibió dos bofetadas y un puñetazo que lo tiró al suelo de culo.
La gente miraba con cara de asustada pero nosotros ni nos inmutamos y seguimos caminando. Poco después se repetía la misma situación, esta vez con un grupito de cinco que al ser chiringados respondieron bordes y nos insultaron y amenazaron. Nuestra reacción fue partirles la cara. Eran solo cinco asi que no tuvieron nada que hacer. Recibieron una buena somanta de ostias. Se formó una buena bronca en la que la gente gritaba escandalizada. Era momento de salir corriendo. Cuando llevas una careta puesta solo te tienes que preocupar de que no te cojan con las manos en la masa. Y en esta ocasión alguien iba a llamar a la policía así que tocaba estampida. Un par de calles de distancia y estábamos a salvo.
Después de la pelea estábamos calentitos. Cualquier grupito de gente joven que nos encontrábamos corría peligro. Hubo varias peleas que comenzaron sin que yo me enterara de cómo o por qué habían sido. Y el modus operandi era el mismo: nos peleábamos y nos marchábamos. En un momento de la tarde uno de mis colegas me dijo: «A que no tumbas a ese». Era un tipo alto de más o menos metro noventa que me sacaba casi dos cabezas y que probablemente me podría dar unas buenas ostias. Pero me acababan de provocar y no me iba a echar atrás así que le eché un par de huevos. Fui hacia él, di un salto y le pegué un puñetazo sin mediar palabra. Como el tío no se cayó al suelo lo agarré por el pelo y le seguí pegando. El chaval se rebeló, forcejeó e intentó defenderse, pero lo tenía bien agarrado. Seguí pegándole sin parar aunque sin conseguir tumbarlo y mis amigos se impacientaron. Uno de ellos empezó a pegarle también y al rato el que me había incitado le soltó un puñetazo y lo tumbó. Más tarde se burló de mí por no haberlo tumbado yo solo.
Por donde pasábamos provocábamos el caos. Rompíamos papeleras, retrovisores de coches, entrábamos en tiendas a robar lo que pillábamos y salíamos corriendo, nos peleábamos con cualquiera que nos encontráramos por el camino… era un puto desmadre. Había pandillas de chavales que en cuanto nos veían salían corriendo y hacían bien porque cualquiera era una posible víctima.
Empezaba a caer la noche y pasamos por la plaza de Pontevedra. Nos encontramos con un grupito de chavales fumándose un porro. Los rodeamos, se lo quitamos y nos lo fumamos delante de ellos mientras algunos de mis amigos los registraban buscando más. En esta ocasión no hizo falta usar la violencia porque se hicieron caquita en los pantalones y no opusieron resistencia. Entonces me fijé en uno de mis amigos que se agachó a coger algo del suelo. Era un adoquín de granito. Se fue directo con él a la cuesta de la salida del tunel de Juana de Vega. Levantó el brazo, calculó el lanzamiento y empotró el adoquín contra la luna delantera de un coche que subía la cuesta. Todos se escaparon menos un colega y yo que nos quedamos mirando cómo pasaba corriendo el dueño del coche en persecución de mis amigos.
Mi colega y yo nos partíamos el culo pero entonces vimos cómo atrapaba a uno de ellos. Era uno de los más chavalitos. Debía de tener trece. El conductor lo agarraba por el cuello y lo arrastraba en dirección al coche. Nosotros dos habíamos pasado desapercibidos y nos habíamos librado pero si cogían al chaval de trece años podía dar nombres a la policía y eso no nos convenía, así que nos acercamos y le dijimos al conductor que lo soltara. Nos dijo que ni de coña y que iba a pagar él por el colega. Insistimos y siguió negándose, entonces tuvimos que usar un poco de intimidación. El conductor se lo pensó mejor y acabó soltándolo porque se dio cuenta de que lo siguiente iban a ser unas ostias. Los tres nos fuimos en busca del otro grupo y los encontramos subiendo la avenida de Finisterre. Era un poco tarde y algunos se fueron a casa. Yo aproveché para cambiarme la careta con uno de los que se iban para despistar.
Al poco tiempo se hizo de noche y cuando estábamos llegando al campo de Santa Margarita apareció la policía. Nos interceptaron dos coches, nos registraron y nos pidieron los carnés. Llamaron a la central para pedir información y luego nos pusieron en fila delante de uno de los coches con los focos apuntándonos a la cara. Dentro del coche había alguien. Nos mandaron ponernos las caretas. Dos minutos después un madero se me acercó y me dijo: «Te ha reconocido a ti». Lo primero que pensé fue para qué coño habría cambiado de careta.
Aún nos tuvieron un rato esperando mientras hablaban con el testigo o denunciante. No tenía ni idea de quién coño era la persona que estaba dentro del coche, ni del motivo por el que nos habían parado. Habíamos hecho tantas ese día que ¡cualquiera sabía! Allí de pie esperando se me ocurrió que me llevarían detenido y que dormiría en calabozos. Pero no. Nada más lejos de la realidad. Al final nos dejaron marchar.
Resultó que con la careta puesta la identificación no sería válida delante del juez así que la persona del coche ni presentó cargos. Nos libramos y nos fuimos camino a casa con la duda de si nos estarían vigilando. Volvimos con calma caminando tranquilos sin montar ninguna por si acaso, comentando todas las que habíamos liado y preguntándonos quién sería la persona del coche. No teníamos ni idea. Pasábamos por el paseo marítimo en dirección a Monte Alto y nos fijamos en una pareja que estaba en la playa dándose en lote. Los miramos un momento mientras uno de mis amigos cogía una tapa de alcantarilla. Nos dimos la vuelta y lo miramos a ver qué iba a hacer. Se acercó a la barandilla y arrojó la tapa de alcantarilla en dirección a la pareja. Había una altura de unos diez metros pero no miramos donde caía. Todos echamos a correr.