Empecé a escuchar música tarde. A los once años. Fue a partir de una banda sonora que, a lo mejor, hoy a algunos les suena ridícula. La de la película Batman dirigida por Tim Burton, allá por 1989. Mi favorito de todos los filmes que se han hecho del hombre murciélago, sin dudas. Me compré aquella cinta de casete en la única tienda de discos del pueblo en que vivía. Yo era un fanático enfermizo del personaje creado por Bob Kane e invertía el poco dinero que tenía en cómics, muñecos y demás parafernalia sobre el señor de la noche. Cuando escuché aquellas canciones mi vida cambió para siempre. Era una música extraña, recargada y pura. Las guitarras sonaban potentes y elegantes a la vez. Las melodías eran simplemente soberbias. Aquello era ritmo y alegría en estado puro. La voz aguda e inconfundible del solista te atrapaba para siempre. No se parecía a nada. Era sofisticado y brutal, el ying y el yang. Gloria divina. La puta ostia. Prácticamente gasté aquella cinta de tanto escucharla. En la contraportada aparecía el nombre del compositor: Prince.
Poco a poco empecé a recopilar información sobre aquel personaje. Conseguí algunos libros bastante malos sobre aquel tío al que llamaban «el genio de Minneapolis». A finales de los 80 no resultaba fácil acceder a información veraz y detallada sobre música y más aún si eras un poco antisocial, como era mi caso. Así que iba coleccionando recortes de prensa, artículos de revistas y demás material mientras me iba haciendo con su ya por aquel entonces extensa discografía. A la vez, empezaba a escuchar con nuevas miras a los Guns and Roses, que hasta entonces había despreciado por parecerme demasiado agresivos. E incluso me sorprendí a mí mismo disfrutando de los discos de Michael Jackson, que antes de haber descubierto a Prince juzgaba un pelín hortera y excesivo. Y es que, al lado de Prince nadie era lo suficientemente hortera y excesivo, lo kitsch cobraba una nueva dimensión a manos de aquel tío bajito. También me convertí en un fiel seguidor de Lenny Kravitz. Un nuevo mundo se abrió ante mí con el paso de los años. El rock and roll irrumpió entonces en mi cerebro. Pero Roger Nelson Prince fue siempre el hilo conductor. Descubrí a James Brown cuando él lo citó en una entrevista, así como a George Clinton. Escuchaba el Dirty Mind, el For You o el inclasificable 1999 y los alternaba con clásicos como Little Richard, Otis Redding o Chuck Berry. Me di cuenta de que aquel era un reino de negros. También descubrí a Sly and the Family Stone, Miles Davis o Curtis Mayfield. Después llegué a Jimi Hendrix, The Doors, Lee Dorsey y Bo Diddley, entre muchos otros. Pero cada disco del príncipe era una experiencia única e irrepetible que rompía con todo lo anterior. Tenía una fuerza especial.
Creo que los nueve álbumes de estudio oficiales que publicó entre 1982 y 1991 representan su clímax creativo: nueve joyas de un brillo y una originalidad fuera de todo lugar. En esta época ningún otro músico podía compararse ni de lejos con la estrella de 153 centímetros y un talento desbordante. Pero lo mejor aún estaba por llegar. En 1992 Prince publicó un nuevo trabajo. Todavía recuerdo que me temblaban las piernas al poner aquella cinta en mi minicadena por primera vez y vibrar con la contundencia de My name is Prince, a la que seguía la excelente Sexy Motherfucker. Esta es su gran obra maestra, en la que como siempre se mezclan varios estilos que confluyen en el sonido Minneapolis más magistral. Y entonces surge algo totalmente nuevo, magnético, que nadie ha vuelto a hacer, porque, ¿cómo diablos se definen canciones como Continental o Sacrifice of Victor? En esta época, el inclasificable Señor Púrpura proclamó que cambiaba su nombre por el ideograma de la portada de este álbum, conocido como Love Symbol, que aúna los iconos sexuales femenino y masculino. Esta paranoia se prolongó hasta el año 2000 y muchos optaron por denominarlo como «el artista anteriormente conocido como Prince». O mediante su terrorífico acrónimo en inglés: TAFKAP. También en estas fechas se originó su falta de entendimiento con su compañía, Warner Bros, lo que lo llevó a actuar posteriormente con la palabra «esclavo» pintada en la cara. Los problemas se acentuaron y provocaron que empleara múltiples seudónimos para poder colaborar con otros artistas o sacar nuevos discos sin sentirse coaccionado. De hecho, rompió con Warner poco después. Con otras discográficas con las que decidió trabajar también acabó mal.
Entre 1994 y 1996 Prince todavía lanza algunos discos brillantes, como el Black Álbum -retirado de la venta una semana después de su publicación por sus letras excesivamente oscuras y obscenas-, Come o el guitarrero Chaos and Disorder. Pero a partir de la publicación en ese último año de Emancipation -un orgiástico y predecible triple álbum en el que se «libera» de Warner- su carrera cae en picado. No solo por el hecho de que el material que graba tenga más bien poco que ver con la magia que caracterizaba sus anteriores discos, sino porque la distribución de la mayoría de este material autoproducido es a través de Internet o periódicos. Y es que Prince fue un pionero en difundir su música por la red y adivinó las bondades que podían reportar plataformas como Napster, en contra del criterio de las grandes compañías musicales. No obstante, luego cambia de actitud e invierte sumas millonarias en prohibir cualquier vídeo o canción suya que circule libremente por la red.
Tristemente, entre 1998 y 2010 no hay demasiado que resaltar de los trece discos oficiales que saca a la luz. Parece increíble que la mano del pequeño heredero al trono esté detrás de artefactos tan infames como Rave Un2 the Joy Fantastic o NEWS, es como si el verdadero músico estuviera de vacaciones y en su lugar hubiesen puesto a un monigote. Aun así, pueden encontrarse pequeños destellos del Prince de siempre como Musicology, el excelente tema que da nombre a su disco de 2004; o la hipnótica Black Sweat, del larga duración 312, editado al año siguiente. En todo caso, dos buenas canciones en doce años no parece un balance muy positivo. Quizás a The Funky Man le hayan pesado más de la cuenta circunstancias personales tan trágicas como la muerte de su hijo, sus separaciones y cambios constates de credo.
Pero, como todos los genios, Prince es impredecible. El otro día, por casualidad, leía con desgana la noticia de que había vuelto a tocar con una nueva banda en Londres llamada 3rd Eye Girl. Al parecer, recuperaba el formato rockero con batería, bajo y guitarra para presentar su inminente nuevo disco Plectrum Electrum. Como en anteriores ocasiones, la banda estaba compuesta por tres chicas tan guapas como buenas intérpretes. Pinché en el enlace con escepticismo para ver el vídeo y aluciné de nuevo. Volví a sentir esas cosquillas en el estómago, volví a emocionarme con su música al escuchar Fixurlifeup. «Necesitas arreglar tu vida», canta como aplicándonos la fórmula que a él mismo le ha hecho regresar. Prince ha vuelto. Continúa siendo la gran esperanza de la música negra.
Es un puto genio. No sabía de vuestra filia por el enano cabrón éste, comparto la admiración.