Los mejores.
Y bajo ellos la nada, el fracaso absoluto.
Los ganadores. Salen en la tele hablando de los bien que les va y todo eso. Ya sabes.
Te observan sonrientes desde sus torres de marfil mientras intentas no caer al vacío, mientras intentas llegar a duras penas a fin de mes.
Ellos son los primeros: el primer hombre en ganar un millón de dólares, el primer hombre en tirarse un pedo con olor a rosas, el primer hombre en pisar Marte, el primer hombre en tener un hijo.
Ríos púrpura bajo las ciudades aparentemente tan tranquilas. Sangre de los esclavos que ahora tienen otros nombres.
Mujeres desesperadas que viajan con cocaína en los intestinos para intentar dar de comer a sus hijos.
Ciudadanos de tercera y de cuarta clase deseando convertirse en los primeros. Derechos humanos de quinta fila. Y el círculo podrido gira y gira.
Atracos a farmacias penados con cadenas de veinte años.
Los de arriba. Que no moleste nadie. No me pasen llamadas.
Los poderosos.
Asuntos espinosos que se resuelven en despachos y jamás salen en los periódicos.
Los triunfadores. Se emborrachan desde los viernes por la noche hasta el domingo al mediodía en perfecta harmonía.
Van a la ópera y a veces de putas.
Solo sabemos la punta del iceberg.
Los victoriosos. Ellos son quienes deciden lo que es bueno y lo que no.
Todo está perdido. Pero te harán creer que puedes hacer algo para cambiarlo.
Los buenos. Hacen los guiones de las películas de Hollywood y te dicen qué libros leer, cómo vestirte y qué música escuchar.
Y tú obedeces ciegamente, imbécil.