Aquella mulata de unos ciento cincueta quilos de peso y cara de pocos amigos nos recibió en bragas en la puerta trasera. Las tetas le caían casi hasta la cintura. Tenía el culo lleno de enormes granos. Era más vieja que mis tías. La Chabolita se llamaba el local, perdido de la mano de Dios. Por fin habíamos llegado. Después de semanas de dudas allí estábamos. En la orgía. Nos mandó pasar a un extraño salón que olía a bacalao y a porros. La mujer, sudorosa e inmensa, se dirigió a Carlos, nuestro portavoz, putero vocacional, que posaba orgulloso en la vanguardia de aquel ejército de folladores.
-Creo que hablé contigo por teléfono. Eres Lady, ¿no?
-Sí. ¿Cuántos sois al final?
-Cinco.
-Son cuarenta euros cada uno, entonces.
-Me dijiste treinta…
-Sí, pero dijiste que veníais seis.
-Ya, pero eso tenías que decírmelo antes porque…
Eduardo interrumpió el regateo, temerosos como estábamos de que nos asesinaran en aquel cuartucho infecto y enterrasen nuestros cadáveres en el monte de atrás por aquel margen de diez euros. A Carlos le extrañó semejante desafío a su autoridad puteril, él parecía ni inmutarse por aquellos roñosos muebles de pesadilla de los años sesenta, por las decrépitas palmeras de plástico y por la inquietante luz tenue que parecía ocultar doscientos asesinos en aquellos huecos de negritud entre las cortinas rojas. Parecía no inmutarse por aquel mundo sofocante encerrado dentro del mundo.
-Cuarenta euros está bien, aquí tiene.
Eduardo le quitó el dinero a Carlos y se lo entregó a Lady, que se lo metió en aquella braga a punto de reventar sin contarlo. Entonces nos miró como examinando nuestra potencia sexual de un vistazo. Carlos comenzó a desvestirse para asombro de todos nosotros, menos de Lady, que seguía escrutándonos mascando su chicle con la boca abierta.
-¿Con tres chicas os llega, no? Es que ya se fueron casi todas.
Al parecer no le había impresionado nuestra virilidad a simple vista. Carlos se indignó. Nunca había visto a nadie indignarse mientras se sacaba los calzoncillos. Yo ya estaba demasiado alucinado como para arrepentirme de haber ido a aquel lugar.
-¿Cómo que tres? ¡Mínimo una para cada uno!
La mulatona parecía acostumbrada a estos trámites carnales. Sin inmutarse, dijo.
-Cuatro para follar y una sólo os la chupa, entonces.
-¡Ah. Eso es otra cosa! -Carlos parecía satisfecho con este cambio de rumbo en las negociaciones.
-¡Venga, que estamos muy calientes! – añadió mientras se la ponía morcillona. Era admirable aquella disposición de Carlos para el coito. Había nacido para aquello, era un follador nato.
Eduardo y yo nos quedamos detrás de Carlos, impresionados con su disposición. Kike también empezó a desnudarse, mientras nos miraba de reojo con aquella risita estúpida que le salía cuando estaba nervioso. Paco miraba asombrado detrás de todos nosotros, totalmente acojonado. Estaba pálido. Se me acercó al oído y me dijo muy preocupado: “Creo que me acabo de correr”. Paco era virgen, ni siquiera había visto a una mujer desnuda en persona antes. “No te preocupes, así vas descargado y duras más luego”. Me sorprendí a mí mismo en el momento en que terminé aquella frase. ¿Qué cojones hacíamos allí? Pero lo peor vino cuando llegaron las putas.
-Aquí están las otras chicas: Sindy, Paola, Vanessa y esta es Marion y sólo chupa. A mí ya me conocéis, guapos, me llaman Lady la calentorra.
No podía imaginar que la palabra “chicas” pudiera aplicarse a aquellos seres. Corpulentas y negras como gorilas, eran toneles de grasa enfundados en corsés baratos comprados en un chino. Tenían casi tanto vello como nosotros en determinadas zonas de su cuerpo. Las lorzas les sobresalían del encaje barato, brillantes en aquella penumbra. Y Lady, que supuestamente era una de las que iba a follarnos, no era de las más feas. Pero es que no era difícil destacar entre aquellos orcos de Mordor llamados Sindy, Paola, Vanessa y Marion. Aquellos cinco seres humanos, supuestos oscuros objetos de deseo, sólo llegaban a onjetos oscuros.
Carlos y Kike estaban en pelotas. Marion los agarró por la tranca y se los llevó a una esquina. Comenzó a succionar sus miembros alternativamente, haciedo un desagradable ruido como de ventosa en cuanto uno de los penes salía de su boca. Sin saber muy bien por qué, pensé en el día de la primera comunión de Carlos, y en la madre mojigata de Kike advirtiéndonos de que vigilásemos que no nos echaran nada en la bebida cuando salíamos por ahí de adolescentes. Allí estaban, aquellos dos amigos de infancia, siendo absorbidos por la gigantesca boca de Marion, que se daba cierto aire a Celia Cruz poco antes de morir. Era una imagen difícil de encajar. Pero Kike y Carlos parecían encantados. Se hacían uno a otro señales con el pulgar hacia arriba, los pobres. Era simplemente dantesco.
Sindy, defnitivamente la menos agraciada, se echó literalmente encima de Eduardo, el guaperas del grupo, y comenzó a desnudarlo mientras él se dejaba hacer. Se lo llevó a la zona donde Carlos y Kike estaban siendo chupados por la incombustible Marion. “¡Ay, papi, qué rico estás!”, le decía Sindy a Eduardo mientras él miraba a hacia nosotros, resignado. Cuando le bajó los pantalones, semetió su picha fláccida en la boca.“¡Ven que te la como bien bueno!”. Sindy también la chupaba, entonces. Para nuestro asombro, Carlos le bajó las bragas y comenzó a penetrarla dándole fuertes embestidas. Era com una película porno de tercera, sólo que en directo.
Cuando Paola vino hacia nosotros, entonces sí que nos acojonamos de verdad. Traidoramente, empujé a Paco hacia sus gigantescas tetas, que sobresalían de aquel sostén que le quedaba cuatro tallas más pequeño. Ella lo atrapó al vuelo. Se sacó sus gigantescas ubres y comenzó a chuparse aquellos pezones descomunales. Luego metió la cabeza de Paco entre sus pechos y comenzó a agitarlos frente a su cara. A su lado, Paco era como un minúsculo parásito que trataba de aferrarse a las ubres de una vaca. Estaba aferrado a su inmensa delantera, sorbiendo sus pezones con fruición. Parecía mentira que aquel fuera el mismo Paco que se ponía a temblar y a tartamudear cuando lo sacaban al encerado en clase, cuando éramos pequeños. Todos nos descojonábamos de él en clase. Si fuésemos críos de hoy en día podría decirse que había sido vícima de lo que pomposamente hoy llaman bulling esa panda de gilipollas modernos. Sus padres se habían gastado una millonada en psicólogos. Allí estaba el pobre Paco, chupando aquellas tetas como si fuera lo único que tenía sentido en el mundo. De repente, Paola le bajó los pantalones y se puso a cabalgarlo. Paco estaba desatado. Gemía como un lobo. Pero la supuesta pasión que sentía Paola se esfumó en pocos minutos. “¡Ay, papi, súbete tú que estoy cansada!” Paco no lo pensó y se puso a taladrar aquella vagina ignota con toda su alma, como un pequeño conejo de indias taladraría a una elefanta. Paola sonreía mientas se montaba su rollo teatral. “¡Así. Dame hombrecillo, dame duro!”
Llevado por la lascivia me abalancé sobre Vanessa. Intenté metérsela pero no podía ver bien en aquella penumbra. Siempre me quedé con la duda de si llegué a penetrarla o sólo froté los pliegues de su barriga con mi miembro. Por su reacción, creo que fue lo segundo. No sé por qué, al correrme pensé en mi abuela agonizando.