“En la mañana del 3 de diciembre de 2537, Archimboldo Arbeitia, de profesión arqueólogo del instante, mientras repasaba las líneas marrones y verdes de sus calcetines de lana cayó en la cuenta de que su sombrero de ala estrecha había mutado en sombrero de ala ancha. No supo si atribuirlo a la espantosa resaca que le había proporcionado la absenta izoriana del día anterior o bien a los martillazos de la burbuja neumática del cubículo de al lado a lo largo de toda la semana. Esta conversación que mantuvo consigo mismo (práctica de observación obligada en su gremio) duró hasta que el sol se puso sobre el mar enrojecido por la menstruación neurotóxica de Arothrona nigropunctata. Justo entonces, Archimboldo Arbeitia se levantó de aquel espeso banco de porespándex, con dificultad extrajo sus tentáculos de los moldes anti-fridge y reinició su andadura laboral bloc de notas en mano.
Mientras tanto, el Cardenal Relincheu, en una de las últimas manifestaciones de su incipiente y exponencial senilidad, detuvo su estocada y alzó su kazoo hacia el rascacielos conocido como “El Dormilón”, ubicado entre la Estrecha de Petaquiño y la Avenida de Andrómino africano. Nuaugerole lucía impresionante desde el Campo de las Mantas, alzándose majestuosa entre cúmulos y estratos. Aquella visión hizo que el Cardenal retrocediese hasta los tiempos de los primeros pobladores, cuando aquel reducido grupo de colonos (convenientemente nutrido de expertos terraformistas y demás variantes del modelo de androide Éxito-occitocínico fabricados en la afamada y misteriosa ala septentrional de la Casa Colesterol) penetró en tierra-tabú para despertar los ardores intestinales de Faia que iniciaron el proceso tracto-digestivo que acabó por generar las partículas primigenias que, con mucho tiempo y esfuerzo, evolucionaron en la sociedad en la que ahora mismo él se cagaba con ahínco.
En el preciso instante en que el Cardenal Relincheu se llevó a su boca parietal e hizo sonar aquel vestigio arqueológico de vaya-usted-a-saber qué civilización extinta (posiblemente con mucha razón), dos de los once ojos de Archimboldo Arbeitia parpadearon trescientas ochenta y nueve veces seguidas, lo cual dejó al pobre investigador tan exhausto que tuvo que apoyarse sobre su minúsculo secretario, el señor Raimundo Roncel, bajito de narices y ancho de espaldas hasta el punto de poseer un contrato de exclusividad con la firma de camisas Romerales e hijos, famosa en el universo conocido por su innovación en materia de camisas de fuerzas. Debido al elevado peso de su jefe, el Señor Roncel perforó el suelo del malecón al menos quince centímetros, seccionando transversalmente de esta manera los cables de alimentación del complejo nuclear del edificio Fragasáurico de Monte Agudo, que minutos después explotó ocasionando una hecatombe de alcance pangaláctico».