En la tele salían unos imbéciles que se quitaban los pantalones para ir en metro. Se trataba de una de esas gilipolleces importadas de Estados Unidos. No había ningún tipo de reivindicación detrás, ningún trasfondo filosófico. La gente no se escandalizaba de aquella presunta transgresión, como pensaban la mayoría de aquellos cretinos que iban en calzoncillos. Se escandallizaban de su estupidez. Cabezas vacías, cuerpos vacíos, materia que en algunos casos cotizaba y convertía alimentos en mierda. Nada más. Cambié de canal buscando ese programa en que varios famosos de tercera hacían el ridículo en una isla supuestamente desierta. Me apetecía hacerme una paja. Las chavalas solían tener buenas tetas. Nada mejor que la visión de un buen par de ubres para un pajote rápido a media tarde. Seguía buscando aquella basura cuando sonó el teléfono. Tenía la polla morcillona en la mano. Era mi madre.
-Hola mami. Dime.
-Me acaba de llamar Maricarmen, vete ahora mismo a su casa a buscarle un sobre que le hace falta. Es urgente. Llévaselo al bar que lo tiene que tener allí esta tarde y ella no puede ir a buscarlo. Se lo va a recoger un mensajero porque lo tiene que entegar para una cosa de sus oposiciones. Vete a buscar la llave al bar, hazme el favor.
-Vaale, ahora voy.
-¿Qué tal, sigues enviando los currícullums a los colegios?
-Sí, lo estaba haciendo ahora mismo.
-Bueno, muy bien. Un beso. Baja ahora ya a buscar la llave, anda.
-Vale, ahora bajo.
-Un beso.
-Un beso, Pedro.
Maricarmen, una gorda oligofrénica amiga de mi madre, pensaba que tenía una sensibilidad fuera de lo común porque se conmovía con los colores del amanecer, al que hacía fotos compulsivamente. Como si los demás no pudiésemos ver aquella belleza. Se creía tocada por una mano divina, la muy puta. Se creía en pos de una percepción única, cuando no era capaz ni siquiera de reconocer a quién tenía delante, ese pedazo de vacaburra, ese cacho de carne con ojos hundidos en su egoísmo. Trataba a las personas según el dinero que tenían y su grado de estudios. Trabajaba en un restaurante. Estaba totalmente acomplejada. Moriría sola y desgraciada. Se acababa de presentar a unas oposiciones para profesora de Secudaria. Deseaba con todo mi corazón que suspendiera y que se arrojara desde un quinto piso al vacío. Aquellos ciento veinte quilos de mujer dejarían un hermoso manchurrón carmesí que ella no podría apreciar. Y no volvería a dar el coñazo con la camarita. Tenía pocos años más que yo pero parecía una vieja. No entendía por qué mi madre apreciaba tanto a aquella foca mezquina y pagada de sí misma. A veces hay cosas que no alcanzamos a comprender. Misterios. Entré al restaurante y me hizo un gesto con la cabeza, como si estuviésemos traficando con droga. La esperé mientras venía hacia mí, bamboleando aquel culo inmenso que probablemente nadie iba a disfrutar más que los gusanos.
-Gracias, Pedro. Toma la llave, es el segundo A. ¿Ya te dijo tu madre, verdad? El papel está a la entrada debajo del teléfono. Con los nervios y las prisas y todo eso me lo olvidé. Qué desastre, ¿no? Bueno, tráemelo cuanto antes, por favor. Luego te invito a tomar algo. ¡Ah, ten mucho cuidado con Petra, que no se escape cuando salgas!
-No sabía que tuvieras perro.
-No, no es una perra. Es una cerda vietnamita. Es preciosa. Me la regalaron hace un par de días y aún está asustada. No te asustes que no hace nada.
Entré en el piso. Olía a gorda. Y a cerda. Cerré la puerta tras de mí, quería conocer a Petra. Joder, una cerda en casa. Lo que faltaba. Entonces vino hacia mí, dando pequeños saltitos. ¿No había dicho que estaba asustada? Allí estaba, mirándome tranquilamente. Tenía puestas unas braguitas rojas con volantes. Un escalofrío me sacudió. Una ráfaga eléctrica me subió desde los pies hasta la cabeza. Me empalmé. Braguitas. Comenzó a olisquearme los zapatos mientras yo miraba su pequeño rabito, moviéndose de un lado a otro. Me agaché y comencé a acariciarla. Pequeña e increíblemente compacta. Sorprendentemete suave. Suave y caliente. Pronuncié su nombre y volvió a mirarme. La picha se me salía de los calzoncillos. Entonces se acercó a mi entrepierna y comenzó a olisquearme. Tenía aquellos ojitos negros y profundos, que me miraban con picardía. Era preciosa. Bajé la bragueta y me la saqué. Olisqueó mi verga palpitante y quiso dar media vuelta. Se contoneaba. Picarona. Demasiado tarde. Se la metí. Braguitas rojas con volantes. La tenía sujeta por el pescuezo mientras la montaba. Estrecha y húmeda, sensual y salvaje. Era perfecta. Gritaba del gusto, la muy zorrita. Dentro-fuera, dentro-fuera, dentro-fuera, dentro-dentro. Me arañaba mientras la penetraba. Dentro-fuera, dentro-fuera. Acariciaba sus tetitas mientrtas la penetraba. Dentro-dentro, dentro. Más adentro. Más allá. El infinito. La luz. El conocimiento. La verdad. La vida. La muerte. Hosanna.
Pero lo que verdaderamente importa: ¿te has tirado alguna vez a la dueña de la puerca? Porque mucho despotricar, pero veo un deseo inconsciente ahí.
Igual era un cerdo macho, no sé si Pedro J sabría distinguirlo, Wilson dice que no. Cuentan que Piter se sienta encima de la mano izquierda para que se le duerma y así parezca que las pajas se las hace otra persona.
Igual era un cerdo macho con bragas rosas, jejeje…
Zoofílico!!