“Reconozco que la confesión tiene sus ventajas; la mujer obtiene la satisfacción de la absolución y el permiso para seguir con sus jueguecitos, ¡y el cura tiene el gusto de enterarse de todo!» . Virginia Wolf.
Salió corriendo de la oficina. Él la esperaba en aquel restaurante de moda. El sushi le encantaba. Le regaló una rosa roja, ella la olisqueó mientras le miraba fijamente a los ojos y sonreía. Tenían poco tiempo. Comieron con ansia los pequeños trozos de pescado crudo y él pidió rápidamente la cuenta. Cuatrocientos ochenta y cinco euros. Muy cerca estaban aquellos apartamentos de lujo por horas. Subieron a la habitación. En el baño había un jacuzzi en el que cabían cuatro personas, pero no lo usaron.
Ella comenzó a desnudarse junto al espejo, lentamente, pero él la sorprendió en un arrebato cogiéndola por detrás. Ella le habló jadeante, con dulzura pero con aire apasionado.
-¿Tienes un condón?
-Pues no he traído, Silvia, pero eso no importa.
Le sobó las nalgas con sus zarpas abrasadoras allí de pié, frente al espejo. Le bajó el tanga de un tirón y le introdujo el pene por el ano de un fuerte empellón. Algo cedió dentro de ella. Fue doloroso, pero a la tercera o cuarta embestida de toro ella se dejó llevar, y al tocarse a sí misma suavemente el coño el orgasmo arribó a puerto rápido y placentero. Él también se corrió como una catarata dentro del orificio, como una torrencial manguera que apaga un gran incendio. Cuando los mugidos de ambos cesaron, se dejaron sobre la cama aún a medio desnudar y descansaron unos minutos. Pero había que volver a los respectivos puestos de trabajo en apenas media hora. Se vistieron deprisa. Bajaron en el ascensor de paredes transparentes. Él sacó la Visa y pagó los trescientos cincuenta euros en recepción. Se despidieron en la puerta mediante un beso con lengua.
Era su príncipe azul.
Silvia aceleró el paso para llegar a tiempo a la oficina, sus pies volaban sobre el asfalto por efecto de la fuerza del amor que sentía hacia él.
Llegó al portal. El ascensor no estaba, así que decidió subir por las escaleras. Eran tres pisos, le vendrían bien para endurecer sus muslos grasientos. En el rellano del segundo piso le sobrevino el bajón. Su vida pasó por delante de sus ojos en un segundo. Se le saltaron las lágrimas. Cuando aterrizó en el rellano del tercero caminaba ya sonámbula, descompuesta por el llanto. La puerta estaba entreabierta y entró sin hacer ruido, como con vergüenza.
Se escuchaba ruido en el cuarto de la impresora. Belén salió de él, se la quedó mirando y se puso seria, como asombrada.
-¿Qué te pasa, Silvia? ¿Por qué lloras?
Silvia estalló en lágrimas. Belén la cogió del brazo y la introdujo, sin que el resto se dieran cuenta, en el servicio. Balbuceaba. Belén le secó el Rimel corrido con papel higiénico.
-Joder, Belén, me ha vuelto a pasar…
-¿Otra vez con tu exjefe? Pero Silvia…
-No sé por qué, me ablando cuando le veo y…
-Tienes que reaccionar. Tienes una niña pequeña de seis meses, un niño de dos años y medio y un marido que te quiere, que te adora. Tienes que dejar de ver a ese gordo seboso hijo de la gran puta. Se aprovecha de ti, te ha tratado siempre como a una zorra.
-Ya lo séeeee, joder…
-Pues deja de verle de una vez. Ese tío cerdo… me dan ganas de vomitar, el tío machista, viejo asqueroso…
-Ya, pero es que no puedo controlarme, cuando le veo me tiemblan las piernas, me gusta mucho, tiene algo especial. Y David… Es que ya es como si no me atrajese, no hay chispa, parecemos compañeros de piso más que una pareja.
-Yo no le contaría nada a David, yo preferiría no enterarme… pobrecillo. Y ahora que está en paro…
-Me ha llevado a comer al “Sushi Soei”.
-Joder, ese sitio es carísimo…
-Me encanta el sushi…
Por Maribel M. Villabrille.
Este sucio alegato machista merece una denuncia. Qué repugnante que deis cabida en vuestra graciosa publicación a esta clase de hijos de puta, vomito al leer ésto.