Incansable, el recogedor cuántico se afanaba en colocar las migas de pan que se me iban cayendo al suelo de la forma propicia a los intereses de Sionis. Aquel día yo comía un bocadillo de eslug pensando por séptima vez en mi muerte de forma consciente. La disposición de todo lo material estaba perfectamete maquinizada. Un ejército de pequeños robots se encargaba de que todos los objetos quedasen dispuestos de forma que su influencia para los acontecimientos del futuro resultasen beneficiosos para el bien común. Los universos paralelos se iban registrando en el Nicéforo, un gigantesco condensador de fluidos que la Fundación Fraternal iba discerniendo para el beneficio universal de la humanidad. Los hombres a todas horas pensábamos en mejillones o en vaginas, no sabíamos muy bien cuál era la diferencia. Trozos de carne cortados con forma de vulvas. Filetes de pollo. El balute era el néctar de los sueños, de la vida, claro que omnubilaba los sentidos y anulaba cualquier puesta en práctica del sexo. El deseo existía, pero se transformaba enseguida en una especie de recuerdo lejano. Diapositivas en blanco y negro.
Nadie trabajaba. Vivir consistía en conectarse al tofon y disfrutar. Con la carne de los viejos que se iban muriendo se fabricaban filetes de delicioso eslug. Bebidas de eslug. Pastelitos de eslug. Frutas de eslug. Había dispensadores a montones. En cada esquina y al alcance de la mano. Dulce y salado a la vez, por mucho que comieras nunca quedabas satisfecho. Te embriagaba. Te hacía sentirte Dios e insignificante en el cosmos. La Fundación pregonaba las bondades del eslug y el peligro de ingerir cualquier otra cosa que no fuese eslug. Tímpanos agujereados. Penes inhiestos en sueños difusos.