Cuando Pascualín era pequeño había al menos dos tipos de personas. Por un lado estaban aquellos que gustaban de jugar construyendo. Apasionados primero del Tente y luego del Lego, pasaban horas montando y desmontando, buscando piezas entre cojines y debajo de los muebles, añadiendo piezas motorizadas a sus construcciones, etc. Aunque durante los primeros años hubo un frente considerable de fundamentalistas que veían al Lego como una suerte de vulgarización de su amado Tente (algo parecido a la relación entre ciencia y divulgación), a pesar de estos el Lego se extendió como la pólvora. Y no ha parado de modo que a día de hoy el Lego está hasta en la sopa (literalmente).
Por otro lado estaban los que preferían las «figuritas de acción» tipo clicks de Famobil, Airgamboys, Geiperman, etc. Pascualín era uno de esos niños que vivieron con ansiedad el cambio de paradigma que supuso el paso de Famobil a Playmobil. Que no entendían la lógica empresarial que se escondía detrás de aquellas mutaciones fisonómicas que llevaron a sus muñecos favoritos, que tantas horas de placer y diversión le proporcionaban, a cambiar no sólo en la forma sino también en el fondo.
Con los años Pascualín fue viendo el potencial alienante de estos juguetes. Le resultó curioso comprobar el calvinismo lacerante al que inducen los clicks. Fíjense bien, revisen el catálogo de la compañía y comprueben como no existe un sólo modelo de clicks en donde estos no estén haciendo algo productivo o con sentido social. Hay clicks policías, ladrones, bomberos, turistas, niños, pastores, moteros, indígenas, vaqueros, modelos de pasarela, pescadores, deportistas, matronas, y un largo etcétera. Modelos que reflejaban situaciones presuntamente cotidianas. Modelos de actitudes (esa sonrisa eterna, pocos clicks hay que no estén sonriendo, más allá de customs gloriosos para que el infante disfrutante se divierta a la par que aprende qué puede ser en la vida, qué repertorio de modelos laborales y actitudinales hay para elegir. No hay clicks vagos, no hay escenas cotidianas en donde un click se tire en el sofá a ver tranquilamente la tele, a rascarse los pinreles, a jugar a la consola, a vender droga o a consumirla. No hay actrices porno ni políticos corruptos ni hackers ni militarer republicanos. No. Es una conspiración germana para meter en cintura a los niños proporcionándoles modelos de conducta socialmente aceptados y, de paso, reescribir la historia seleccionando lo más “apropiado” para cada edad.
A pesar de los pesares Pascualín fue un niño híbrido. Cierto es que tenía una grandiosa ciudad de clicks con la que de adulto seguía soñando. Una ciudad que incluía la granja, dos barcos pirata (uno suyo y otro que se había encontrado en la basura y que lo inició en el noble arte de rebuscar en los contenedores), la base lunar, la patrullera, una horda de motos, unos cuantos coches y hasta había empezado a tunear algunos jueguetes viejos para hacer personajes como el Equipo A, los Beatles o el departamento de lenguas muertas la Universidad de Miskatonick. Tenía todo eso pero en el fondo de su corazón ansiaba otra cosa: la colección de figuritas de Star Wars.
Anselmo, un gran amigo suyo de aquella época, tenía mogollón de figuras de La Guerra de las Galaxias. Y cada vez que iba a su casa flipaba a colorines. Ni de lejos tenía esta colección la variabilidad de los clicks, ni las piezas o la multitud de situaciones y personajes de los juguetes germanos. Pero algo había en aquellas figuritas que lo atraía sobremanera. Una «fuerza» (lol) que alimentaba su atracción por el plástico gringo. El problema era, cómo no, el puto precio. Mientras que con mil pesetas uno podía comprarse entre dos y cinco cajas de clicks, no daba para más de dos figuras o una nave de Star Wars. Y como el crowdfunding no existía de aquella había que conformarse con el criterio paterno. En cualquier caso siempre quedaba la casa de su colega, templo inexpugnable al culto galáctico, que iba acumulando figuritas año tras año.
Y así pasaron los años, el niño devino pureta (work in process) y dejó olvidada su colección de clicks en alguna mudanza para no maltratar las maltrechas espaldas de sus progenitores. De hecho ese fue su personal rito de iniciación hacia la adolescencia. El preadolescente se fue, volvió, volvió a irse y no hace mucho volvió a volver para quedarse por un tiempo. Pocos son los clicks que conserva ahora Pascualín. Tres en concreto: un samurai y una pareja de limpiadores de desechos radiactivos (grandísimos ambos). Y ninguno de ellos de aquella gargantuesca colección que antaño atesoraba cual hobbit corrupto. Y todos adquiridos en venadas poligoneras, fruto de la casuística de centro comercial.
Se dio la casualidad que, así como Pascualín dejó atrás los clicks en una mudanza, en otra se encontró por casualidad un ewok, Logray el hechicero, para ser exactos. Y algo se desencadenó esa tarde. Como poseído por una irrefrenable hambre de conocimiento atrasado se puso a investigar como un loco (sí, amigos, de todo se puede investigar en esta vida). Y fue mayúscula su sorpresa cuando se dio cuenta de que aquellas figuras de Star Wars eran bienes vintage, extremadamente cotizados si estaban debidamente conservados en sus cajas sin abrir y más todavía si conservaban el troquelado para introducirlos en los expositores (el mítico unpunched). Y no sólo eso, sino que a lo largo de los años habían ido saliendo infinidad de colecciones, algunas mejores y otras más pobres, en las que se daba vida a las más diversas y ridículas situaciones de ambas trilogías (las trilógicas y las tri-ilógicas, como tiene a bien denominarlas un ilustre connoisseur coruñés).
Y ese fue el principio del fin (de su sueldo). Pascualín no sabía si encuadrar su patología entre las filias sexuales o la ludopatía. Lo que sí tenía claro era una cosa, y lo reconocía abiertamente: estaba enganchado. A pesar de que ahora conseguía frenarse considerablemente (qué remedio, con los sueldos de mierda que hay hoy día) Pascualín sigue en la brecha. De vez en cuando se tira horas mirando catálogos en tiendas virtuales, comparando precios de figuras (tanto mint como loose) y muy de vez en cuando haciendo algún que otro pedido. Pero siempre acaba preguntándose qué es lo que lo incita al consumo compulsivo de semejantes chorradas (porque, para qué negarlo, los muñecos estos no sirven más que para satisfacer un absurda necesidad de acumular y un deseo infantil incumplido). Mucho hay en esta vida contemporánea de lo que los antropólogos llaman “cultos de cargo”: punk étnico y destrucción ya no cara a un “no hay futuro” sino más bien a un “me la suda lo que esté por venir, yo sólo quiero pasarlo bien”.
Para el deleite de los pascualines que nos puedan leer les dejamos con un fragmento del documental Plastic Galaxy, que trata estos y otros temas siempre centrados en los juguetes galácticos y en las adicciones. Disfrútenlos y hasta la semana que viene.
Grande, Mr. Cachelo, me hiciste volver a mi infancia de sopetón!! Yo también tenía ese Ewok!!!
¡Bravo, Míster Cachelo, excelente como siempre!